lunes, 9 de enero de 2017

James M. Buchanan

El 9 de enero de 2013 murió James M. Buchanan, premio Nobel de Economía en 1986 por su desarrollo de las bases contractuales y constitucionales de la teoría económica y del proceso de toma de decisiones. Es considerado el máximo representante de la teoría de la elección pública (Public choice), que enlaza la economía con la política a través del Estado.

Su trabajo más conocido, que publicó colaborando con Gordon Tullock en 1962, es Calculus of Consent: Logical Foundations of Constitutional Democracy (“El cálculo del consentimiento: los fundamentos lógicos de la democracia constitucional”), donde combinan las decisiones económicas en el contexto de las limitaciones constitucionales del sistema político. Su aportación a la economía política fue fundamental al realizar un análisis realista de la intervención económica de los gobiernos, incluyendo la introducción de la elección racional en las decisiones gubernamentales. En síntesis Buchanan, con su teoría de la “elección pública”, defendía que aunque en la mayoría de las escuelas de pensamiento económico se asume que el Estado, y los políticos que toman las decisiones, actúan buscando el “interés general”, en realidad, al igual que el resto de seres humanos, los políticos al ejecutar políticas públicas actúan fundamentalmente guiados por su propio interés.
 
De ser cierto las repercusiones para la teoría económica eran importantes. La teoría keynesiana en boga sostenía que el Estado debía incurrir en déficits públicos con políticas de gasto público en una economía debilitada por la baja demanda, y generar superávits presupuestarios en épocas de alta demanda para sufragarlos. Esto es lo que deberían hacer los políticos si se guiasen por el bien común. Sin embargo, lo que se observa desde la 2ª Guerra Mundial es que los estados generan déficits públicos de forma casi permanente. El motivo, según la teoría de Buchanan, es que los políticos guiados por su voluntad de mantenerse en el poder, tendían en todo momento bien a reducir los impuestos recaudados a los ciudadanos o bien a incrementar el gasto público en aquellas partidas que podían generar más simpatías (y votos). Como resultado, siempre se gastaba más de lo que se ingresaba, y cuando se registraba una crisis, el Estado se encontraba ya tan endeudado por los déficits acumulados que no podía incurrir en déficits adicionales con políticas de gasto público que estimulasen la demanda, so pena de no poder hacer frente a sus pagos e incurrir en bancarrota. Para evitar este comportamiento la teoría de elección pública proponía (entre otras cosas) introducir en la Constitución una regla operativa para evitar los déficits excesivos. Esta regla fiscal debería impedir las derivas demagógicas hacia el déficit a la que son propensos casi todos los políticos, al tiempo que limitaba la tendencia de las burocracias públicas a su permanente crecimiento.
 
Se trata de aplicar a la política fiscal una receta parecida a la que ya hace décadas se aplicó a la política monetaria, cuando, ante la incapacidad entre los años 50 y 80 de mantener la inflación bajo control, en los países desarrollados se delegó la política monetaria y el control de la inflación en unos bancos centrales independientes del poder político y que, por tanto, eran capaces de tomar medidas impopulares como incrementar los tipos de interés o contener la masa monetaria de un país. La evidencia ha demostrado que fue una buena decisión y que la independencia del banco central favorece el control de la inflación y la estabilidad de precios.
 
Así pues, la teoría de la elección pública de Buchanan es la que justificaba teóricamente, por ejemplo, la reforma del artículo 135 de la Constitución Española, con el objeto de introducir un límite de déficit y deuda en ella, y evitar así la cronificación del déficit público en nuestro país. La implementación de una regla de equilibrio presupuestario basada en el déficit estructural (el de carácter permanente que se produce independientemente de la influencia del ciclo económico sobre los ingresos y gastos) en nuestra Constitución, lo que hace es obligar a los políticos en las épocas de crecimiento económico a ahorrar y no dilapidar los excesos de recaudación que se producen en cualquier ciclo de crecimiento. Evitando el despilfarro en las vacas gordas y permitiendo políticas de gasto público en las vacas flacas, esta regla no limita las políticas de estabilización, el tamaño del sector público o la sostenibilidad del Estado de bienestar. Por el contrario, garantiza su sostenibilidad financiera. Sirvan como ejemplo de lo que evitaría los datos de déficit corriente y estructural en la economía española en los últimos veinte años. Desde el año 1991 hasta la actualidad sólo se habría cumplido la regla de déficit estructural desde el 2002 al 2005. Es decir, incluso cuando la economía crecía a ritmos superiores al 3%, los excesos de recaudación se malgastaban generando déficit. ¿Y cuánto se hubiera podido ahorrar durante todos esos años de crecimiento cumpliendo esta regla? Pues en euros actuales nada menos que unos ¡400.000 millones de euros! ¡Qué bien hubieran venido para sacarnos de la crisis con gasto público! No habríamos estado con el agua al cuello, como estuvimos entre 2009 y 2013. Bienvenidas sean las aportaciones de Buchanan a la economía política.